OFF 2009

 

Acabo de leer ese chiste tan malo, el que llega papa noel y te ofrece tener un nabo de treinta centímetros o tener muy buena memoria, y… no recuerdo nada más. Y sin embargo no me importa reconocer que año tras año guardo mucho mejor la memoria y el recuerdo de todos y de cada uno de los sucesos, y a lo mejor es que antes me distraía más o me distraían más, no lo sé, pero es la pura verdad y no creo que esa circunstancia sea del todo ajena a la costumbre de escribir, es decir que no me sorprendería en absoluto que hubiera una relación química entre la memoria y el lenguaje, como seguro que ya saben muchos neurobiólogos, ya que si ya es bastante rara y bastante esotérica y bastante inexplicable la capacidad de recordar, todavía me parece más enigmática la posibilidad de transcribir nuestra percepción de los acontecimientos mediante unos signos gráficos de lo más abstractos y de lo más singulares y de lo más pijos, y por mucho que yo también pasé, como todos, por esa década de exaltación festiva de la comunicación no verbal, cuando se puso de moda y a casi nadie le pareció un despropósito el querer separar lo verbal de lo no verbal, como si fuera tan fácil y como si fuera algo científico, por favor, y todo el mundo se apuntó como mínimo a uno o a dos seminarios de gestualidad o de expresión corporal [sí] o de mimoterapia, con resultados abrumadores para el desarrollo más o menos equilibrado de las conciencias, y de las parejas y de los matrimonios, lo cierto es que sigo creyendo muchísimo en la palabra, quizás más que nunca, y también podría ser debido al exceso de silencio social, quiero decir al mucho mucho ruido que se aprecia en todas partes y en todos los niveles de la sociedad, y a la repetición exasperante de los mismos sintagmas y de las mismas parábolas y de las mismas tonterías y de los mismos absurdos, hasta límites inimaginables, y lo que sucede con tanto tanto ruido es que acabas valorando muchísimo más un simple sí o un simple no o un simple quizás o un simple hasta luego o un simple no lo sé, ya que te hartas de que todas las imágenes sociales se proyecten en una sola dirección, siempre la misma, y en el fondo a mí me importan un bledo los formatos, a pesar de que tengo fama de todo lo contrario, por algo será, pero lo que me importa de verdad son los contenidos, y si puedo leer el quijote en pantalla digital lo leeré, pero en cambio no pienso leer el qué me dices en digital, así que los editores no creo que deban estar tan preocupados como parece que están, ni tampoco los músicos o los vendedores de música, que no es exactamente lo mismo, ni los pintores de acuarelas tampoco, creo que cuando hace algunos cientos de miles de años alguien emitió un grito que parecía querer decir algo, en medio de un claro del bosque, y que alguien oyó, en otro claro del bosque, no les importó demasiado si el formato del grito era este o si era aquel otro, ni si era más o menos cool, no lo creo, y más bien tiendo a pensar que lo que nos importa es la verdad del grito, es decir su autenticidad y su subjetividad, y que no sea una copia de una copia de una copia, ni que sea algo postizo y como de mentira, así que creo que la palabra siempre triunfará, y la música y el trazo y el gesto y el golpe seco en la piedra o en la madera también, y si esa palabra se graba en un artilugio sintético de última generación es lo de menos, no nos importa, lo que nos importa es que el artilugio sintético no nos vuelva tan exactos y tan tontos y tan bobos como para no captar ni siquiera el grito, y a quien lo emite,

 

así que no me puedo quejar en absoluto de la capacidad de mi memoria ni de la belleza que supone el acto de recordar ni del misterio que supone el acto de querer transcribir esa belleza, de la manera que sea, y son tantos los buenos recuerdos que conservo de ese lapsus de tiempo al que hemos dado en llamar el dosmilnueve, vaya asunto más juguetón, que cuando contemplo cinco minutos de esos brillantes reportajes con los que esos brillantes reporteros intentan el imposible de querer hacernos el favor de resumir lo que nos ha sucedido en un año, dios mío, no tengo más remedio que cambiar de canal y de cara y repetirme una y otra vez, y año tras año, que cómo se puede ser tan absurdo de creer que me interesa el bofetón a berlusconi o la avería de la tuneladora o el récord guinnes de patinaje artístico en falda escocesa, de ninguna de las maneras, y

 

me

cabrea

bastante,

 

aunque cada vez menos, que lo más importante no parezca nunca importante, es decir que nunca te cuenten la vida real y la tristeza real y las alegrías reales de la gente de verdad, de la pobre gente de verdad, así que nunca es el resumen de lo que se ha vivido lo que te ofrecen como si fuera una verdad histórica impresionante sino todo lo contrario, es decir su artificio y su montaje y su falsa emoción y su instrumentación en un falso espejo de lo que nunca nos importó lo más mínimo, ya que bastante tenemos con lo nuestro, afortunadamente,

 

así que, de hecho, mi resumen preciso de lo que me ha parecido vivir  en el dosmilnueve consiste en decirles a todos y a todas que no se lo voy a contar, tranquilos, y que si se pudiera contar así como así, como si fuera una simple tarde de poker cualquiera entre copas y habanos, pues que ya no valdría la pena ni de imaginar ni de soñar ni de intentar explicar, y que los cuentos de verdad y que las novelas de verdad y que lo que queremos decir de verdad se dice de otra manera. Es decir, no como si fuera fin de año.

 

Carles Joan Pi / Lounge Baobab Club / 30 de diciembre de 2009

EL COCHE ERA AZUL, BLANCO, NEGRO, ETCÉTERA.

 

Durante el simposio “Mundos paralelos” definiste tu obra como “narrativa de la metáfora fantástica”. Me gustaría que ahondaras en esta definición.

 

Toda ficción es mentira: fabricada, inventada. Juzgamos una novela no por lo verdadera o realista que llega a ser, sino por la capacidad del autor para conseguir que parezca real o auténtica. (Hay distintos tipos de novela, así que obviamente esta es una aproximación muy generalizada.) A menudo uno oye, por ejemplo, que hay lectores que se identifican con determinado personaje: sienten que lo conocen, han compartido las mismas experiencias, o creen que reaccionarían de un modo similar ante cierto problema. Pero el escritor creó el personaje y el lector lo sabe, así que entre ambos –autor y lector– se establece un pacto tácito. Ambos aceptan la mentira, la invención: es la “suspensión voluntaria y momentánea de la incredulidad” señalada por Coleridge. De hecho el libro se vuelve una metáfora de la realidad: esto funciona para todas las novelas. La novela fantástica, no obstante, va un paso más allá: la metáfora de la realidad se mantiene porque el lector –al igual que el autor– todavía necesita y desea un nexo identificable con su propia vida; sin embargo, como el escritor sugiere ciertas ideas especulativas o imaginativas, es indispensable un segundo nivel metafórico. Un ejemplo sencillo es una historia ambientada en el futuro; una vez más, autor y lector saben que no es realmente el porvenir: es una conjetura, una extrapolación, una advertencia, un sueño. Y más aún: dado que el escritor no puede ver o predecir el futuro con exactitud, lo único que le queda es usar la esfera real de su propia vida –experiencias, recuerdos, identidad– como base de sus libros. En otras palabras, el futuro que inventa y describe es una metáfora extendida del presente.

Toda la narrativa fantástica funciona de la misma manera: un monstruo alienígena puede expresar un miedo o pavor íntimo, un planeta lejano quizá es la encarnación de un sueño o deseo ampliado. Algunos autores de ciencia ficción lo niegan: dicen que han hecho una investigación acuciosa, consultado mapas estelares, leído revistas científicas, entrevistado a especialistas ilustres, trazado gráficas detalladas, etcétera, y suelen rechazar la idea de que su obra es metafórica. Creo que están profundamente equivocados: deberían centrarse justo en las metáforas. La actividad que todos ejercemos, no obstante, es la literatura: escribir y ordenar palabras. El detalle documentado puede ser útil: proporciona instantes de verosimilitud, evidencia anecdótica, frases extra para alargar el relato, pero todo eso se vuelve rápidamente obsoleto porque lo que las así llamadas ciencias exactas saben o piensan en cierto momento siempre está progresando, cambiando. Las metáforas, por el contrario, no tienen fecha de caducidad: se fundamentan en la experiencia y la identidad humana, en la conciencia social compartida.

 

En La afirmación, el narrador Peter Sinclair se parte en dos mientras escribe una especie de autobiografía ficticia. En El glamour está la misteriosa postal de Saint Tropez (“Ojalá que estuvieras aquí”) que es enviada a Susan Kewley primero por el protagonista Richard Grey, luego por Niall, y finalmente de nuevo por Richard. En El prestigio leemos primero las memorias de Alfred Borden y después el diario de Rupert Angier: dos versiones distintas de la misma historia que se complementan. ¿Crees que la duplicidad y el acto de escribir están íntimamente relacionados? ¿A qué adjudicas tu interés por escritores –o al menos gente que escribe– con la personalidad dividida?

 

Escribir narrativa es en sí un caso de doble personalidad. La vida del narrador continúa con todos sus asuntos rutinarios, pero a la hora de escribir nada de esto tiene que ver; y en otro nivel, la propia escritura conlleva una duplicidad: toda ficción, como ya dije, es mentira. Investigaciones psicológicas con testigos han demostrado que el grueso de la gente ve las cosas de manera distinta y subjetiva; en un experimento, varios sujetos presenciaron un incidente montado para luego ser interrogados: un supuesto asalto callejero con huida en automóvil. Muy pocos de los sujetos coincidieron después en lo ocurrido: dijeron que había dos, tres, cuatro ladrones. Los delincuentes se escaparon corriendo, caminando. Uno de ellos llevaba pistola, dos portaban armas, ninguno iba armado. El coche era azul, blanco, negro, etcétera. Los testigos que declaran en un tribunal se contradicen a menudo al describir lo que dicen que sucedió. El hecho es que aunque la realidad externa pueda ser objetiva y precisa, la realidad interna o la realidad observada es subjetiva por lo común: todos percibimos y comprendemos de modo diferente. Esto, claro, es mucho más interesante que la realidad exacta, ya que introduce elementos humanos: miedo, sordera, distracción, egoísmo, engaño, etcétera. Y entonces viene el siguiente paso: la realidad reportada se distorsiona todavía más. Quienes describen el incidente que atestiguaron con frecuencia lo “mejoran” en un intento por darle más sentido, o a propósito omiten detalles que no juzgan relevantes, u olvidan otros elementos que sí tienen importancia, o hablan de los hechos en el orden equivocado. Para ir más lejos, los chismes son aún menos confiables: quien lee o escucha la noticia de un suceso tal vez tendrá una visión completamente falsa de lo ocurrido, y si lo comunica a otra persona el proceso de inconfiabilidad se extenderá. Todo esto constituye una rica fuente de material para el novelista: es por ello que mis libros están llenos de relatos escritos por personajes, descripciones de sucesos, diarios, versiones distintas. En medio, en algún sitio, se encuentra la realidad, aunque no siempre.

 

Mauricio Montiel Figueiras entrevista a Christopher Priest

Letras Libres / Fragmento / Diciembre 2009

UN VERANO CON MONIKA

 

En el Centro Cultural Borges, la exposición El hombre de las preguntas difíciles (título que alude a una frase de Woody Allen) recorre la vida y las obsesiones de Ingmar Bergman. La trayectoria del cineasta sueco es presentada por medio de una moderna estructura que se asemeja a un árbol castigado por los vientos de la isla de Farö, de cuyas ramas penden cinco pantallas de plasma sobre las que se proyectan entrevistas, instantes de rodajes, fragmentos de films, críticas y libros. Con la muestra, presentada por el Instituto Sueco en colaboración con la Embajada de Suecia en Buenos Aires, también ha llegado uno de sus creadores, el crítico y documentalista Stig Björkman. "A Bergman lo conocí gracias a la revista Chaplin , que editábamos a fines de los años sesenta en Estocolmo -dice Björkman a adncultura -. Quisimos con un colega realizar un libro que estuviera en la línea de El cine según Hitchcock de François Truffaut. Con esa idea en mente, fuimos a verlo y aceptó con muy buena predisposición participar. Tuve cuatro décadas de sincero diálogo con él y, finalmente, hicimos otro libro en 1990, cuando lo entrevistamos de manera conjunta con el realizador Olivier Assayas para Cahiers du Cinéma. "

Bergman nació en Uppsala el 14 de julio de 1918, hijo de Karin Äkerblom y Eric Bergman, pastor protestante y capellán real. Su libro de memorias Linterna mágica se detiene en los temores y traumas de la infancia y en la férrea disciplina familiar. De allí que sus tempranas obras sean cuestionamientos constantes a toda autoridad moral, en películas como Tortura, Crisis, Prisión o La sed . "Uno no puede cortar sus raíces, porque entonces se separaría de los elementos formativos del fundamento de la propia crianza. Uno tiene que admitir y aceptar que es de cierta manera, y luego intentar mantener un curso sólido a través de un mar oscuro y extremadamente tumultuoso, que se mueve y salpica alrededor", explica Bergman desde una pantalla rodeada por las olas de la costa de la isla de Farö que, fotografiadas en blanco y negro, sirven de marco a la instalación.

Amante de la lírica de la naturaleza, en Un verano con Monika envolvió en un paradisíaco entorno a la subyugante protagonista, interpretada por Harriet Andersson, una de las "musas bergmanianas" por excelencia. Rodado en tiempos de otras películas suecas igual de exitosas y provocativas, como Las hijas del mercader de caballos y Un solo verano de felicidad , el film de Ingmar Bergman no omite su fascinación por lo trágico e indaga todo aquello que, en la experiencia de la relación de pareja, se esconde por debajo del romanticismo. En el corto de Björkman Imágenes desde el patio , Bergman explica así su deslumbramiento: "No podía haber hallado a otra para interpretar a Monika. Me sentía muy atraído por Harriet, era increíblemente hermosa. Nunca conocí a ninguna chica que irradiara un encanto erótico tan desinhibido como Harriet". Bergman nunca estuvo en la Argentina, pero una instantánea devuelve la sonrisa eterna de Andersson firmando autógrafos en el primer Festival de Cine de Mar del Plata, organizado por los críticos argentinos de hace medio siglo.

El documental de Björkman, que tuvo proyección completa en la inauguración y cuyos fragmentos más salientes pueden verse en la muestra, demandó años de cuidada revisión de cientos de rollos de película que el propio Bergman había filmado como trastienda de sus grandes realizaciones. Björkman explica: "En los años 50, Bergman había comprado una cámara amateur de 9.5 mm que le permitía rodar un backstage muy divertido. Este material, junto con decenas de guiones, libros y hasta enseres domésticos fue donado por él cuatro años antes de morir a la Ingmar Bergman Foundation. Gracias a que Martin Scorsese se interesó profundamente, pudimos preservar el conjunto de esas películas que muestran cómo era la cocina de sus grandes obras".

En paralelo a la exposición se desarrolla un ciclo que realiza un recorrido cronológico de las fundamentales creaciones del recordado director sueco. El lunes se proyectará Gritos y susurros y en días sucesivos se exhibirán La flauta mágica, Sonata otoñal, Fanny & Alexander y Saraband , su arrollador testamento audiovisual que transcurre en la casa de la isla de Farö donde habitó por décadas: "La casa con su mobiliario original estaba en venta, pero pudo ser comprada con el objetivo de que sirva como residencia para que los cineastas tengan un espacio donde pensar en sus proyectos", cuenta Björkman.

La proyección en DVD no permitirá disfrutar plenamente de uno de los trabajos de fotografía más importantes de la historia, el de Sven Nykvist en Fanny & Alexander , pero la narrativa por la que se definió a Bergman como el "dramaturgo cinematográfico" del siglo XX está presente. La magnífica primera escena del teatro de marionetas con que se abre la película enseña lo maravilloso y trágico del devenir demostrando que, si bien cotidianamente el hombre piensa lo contrario, sólo pueden tensarse las cuerdas de esas marionetas frágiles que representan la existencia humana.

Pocos cineastas plasmaron de manera tan contundente como Bergman la angustia del ser humano, en una búsqueda desesperada de interpretarla. Preguntas que rodean la existencia enfrentándola al misterio insondable de la muerte, como un espejo donde la vida se mezcla con la fantasía sin perder lo infinito de su profunda verdad y belleza. Inquietudes transformadas en memorables películas que no ignoran la subjetividad del cineasta y culminan sirviendo de refugio ante tendencias estéticas y el paso de los años. La inevitable ausencia del formidable director, que murió el 30 de julio de 2007 en su casa de la isla de Farö, provocó en sus espectadores un sentimiento de orfandad. Pero aunque Bergman no podrá seguir indagando el sentido de la vida, la vastedad de sus reflexiones unidas a un monumental legado permite un insospechado y nuevo acercamiento. Su admirable obra posibilita descubrir caminos que, en su desolación y en su grandeza, muy probablemente nunca se terminen de recorrer.

 

Pablo De Vita / © LA NACION / Buenos Aires / Diciembre 2009

SI L’ALTRA NIT JO CAVALCAVA AL RAS

 

Si l’altra nit jo cavalcava al ras
Com qui torna i se’n va i esquiva el mas,
Pertot i enlloc sentia corn i esquella;
Sona que tunc tan tunc que tocaràs,
Vénen de lluny, sense brida ni sella,
Com qui torna i se’n va i esquiva el mas. 

 

De tres pastors pataus seguia el pas,
I de llur folc em feia l’escarràs
Per heure foc i llum amb poca estella;
Canta que tunc tan tunc que cantaràs,
Passen, llampants, pel bosc i la planella,
I de llur folc em feia l’escarràs. 

 

Dels cims nevats i els clots, vegeu quin cas,
Vénen, alats, el Persa, de domàs,
L’Hindú i l’Anglès enllà de la querella;
Balla que tunc tan tunc que ballaràs,
I el Rus i els seus amb la gorra i l’estrella.
Vénen, alats, el Persa, de domàs. 

 

De dalt del cel, tan alt, com ho diràs,
Quan fulla el son entre aigües i joncars,
I entrullo l’oli i la molina vella,
Salta que tunc tan tunc que saltaràs,
Ve tanta llum que em sembla meravella,
Quan fulla el son entre aigües i joncars. 

 

En gran estol els àngels baixen, clars,
Amb fressa d’ombres i de fruits mollars,
I tan contents amb lletra i cantarella; 
Toca que tunc tan tunc que tocaràs,
Catalans i toscans, la caramella,
Amb fressa d’ombres i de fruits mollars. 

 

 J.V. Foix

Els Torrents, de Llaurs, Nadal de 1951

HE DECIDIDO QUE SOY MEDITERRÁNEO

 

Paco Ibáñez aterriza hoy en el Liceo con un espectáculo titulado La Voz del Mediterráneo una propuesta artística en la que le acompañan los marroquíes Ayoub y Soulimane, la cantante griega Angelique Ionatos, el grupo occitano Troubadours Art Ensemble, el grupo teatral Comediants, el bailarín y coreógrafo Cesc Gelabert y la catalana Marina Rosell, entre otros. "Uno empieza con una identidad, la española, luego descubre que también es vasco, luego catalán, luego francés y, finalmente, he decidido que soy mediterráneo, aunque en realidad me considero ciudadano del mundo", asegura el cantante en su casa del Eixample donde cultiva un jardín con olivos, limoneros y buganvillas.

Ibáñez, que el pasado mes de octubre celebró los 40 años de su primer recital en París, cuando su nombre era sinónimo de resistencia frente la dictadura y sus canciones, himnos de guerra, reivindica ahora su condición de mediterráneo: "Una civilización que es una forma de ser y de crear, que funciona en torno a la conciencia de la existencia del otro y en aspectos de la vida que se van perdiendo como saber perder el tiempo sin que esto suponga perder nada". Con este espectáculo, Ibáñez pretende salir en defensa de esta identidad, "de nuestra cultura creada a través de siglos de historia en tres continentes que nos unen".

Para esta única velada en el Gran Teatro del Liceo, ha conseguido, entre otras, la colaboración de "unas de las más bellas voces árabes del momento" –Ayoub y Soulimane– y de una mujer que "lleva Grecia dentro" –Angelique Ionatos-, y cuenta también con la complicidad del pintor Claude Viallat, que ha diseñado el telón de fondo e ilustrado el programa. Asimismo, Sandra Hurtado cantará una canción sefardí y recitará poemas, especialmente el que José Luis Sanpedro ha escrito para el espectáculo. Gelabert, por su parte, ejecutará una sardana.

J.M. Martí Font / El País / 21.12.09

ABSOLUT ANTHEM

 

KIND OF BLUE

 

La Cámara de Representantes de EE UU ha aprobado una resolución para conmemorar los 50 años de la publicación del disco Kind of Blue del trompetista Miles Davis (1926-1999), una de las grabaciones clave en la historia del jazz y de la música estadounidense en general. El texto considera el jazz un "tesoro nacional" y anima al Gobierno a adoptar "las medidas necesarias para preservarlo y desarrollarlo".

El disco, uno de los más influyentes y vendidos de la historia del género, contó también con la colaboración de los saxofonistas John Coltrane y Julian Cannonball Adderley, así como los pianistas Bill Evans y Wynton Kelly, el bajo Paul Chambers y el batería Jimmy Cobb.

La resolución, aprobada de forma unánime con el voto de los 409 legisladores presentes, fue promovida por el congresista demócrata John Conyers, que destacó que el disco "hizo historia musical y cambió el paisaje artístico de este país y en cierta forma del mundo".

El álbum fue publicado por Columbia Records en agosto de 1959 y tuvo un impacto que se extendió más allá del jazz, influyendo en otros tipos de artistas de la música popular, como The Allman Brothers, Carlos Santana, y compositores como Steve Reich y Philip Glass.

 

Washington / 16.12.09 / El País

http://www.youtube.com/watch?v=pBpLKm8vw4M

 

13 DE DESEMBRE

 

My country is not as small as some people want.


[El meu país no és tan petit com volen uns quants].

Jo no vull més estats.

 

Carles J. Pi / Lounge Baobab Club/ 12.12.09

JÓVENES QUE SUEÑAN

 

Bajo la vida cotidiana subyace una maraña de reglas sociales. Todo este entramado determina las acciones de la gente. Cada individuo se adapta al sistema de órdenes, prohibiciones y mandatos de distinta manera. La obra 32 rue Vandenbranden avanza, a través de la danza y el teatro, por este terreno hecho de complicidades y decisiones.

Esta producción de la compañía belga Peeping Tom ofrece un espectáculo para siete actores y bailarines. La dirección de la obra corre a cargo de la argentina Gabriela Carrizo y el francés Franck Chartier. 32 rue Vandenbranden, que se encuadra dentro del programa Territorio Flamenco 2009/2010, podrá verse hoy y mañana en el Teatro Central de Sevilla. La obra, que es estreno en España, gira en torno a las decisiones individuales que marcan el curso de cualquier vida. Carrizo hizo ayer hincapié en la voluntad narrativa del grupo. "En Peeping Tom siempre tenemos presente la búsqueda de una cierta narración. Siempre está esa búsqueda de contar algo con esos jóvenes. Hacia dónde van a evolucionar", explicó la coreógrafa. El aporte visual es fundamental en la propuesta de Peeping Tom. "La imagen es lo primero que viene. Una imagen ultrarrealista, fortísima", aseveró Carrizo.

Los jóvenes se encuentran en la cima de una montaña. Están confinados en un lugar que, a la vez, se halla abierto a todos los vientos. Ese aislamiento propicia que los reunidos buceen hasta lo más hondo de sí mismos para sacar todo lo que llevan dentro.

32 rue Vandenbranden tiene un punto de partida en una célebre película: La balada de Narayama. La película de Shohei Imamura se centra en una comunidad cerrada que lucha por la supervivencia y se mueve bajo un código rígido. Hay una brutalidad y una barbarie que resultan lógicas a las personas criadas en ese ambiente. Sin embargo, esa red de deberes y obligaciones puede parecer desconcertante para los forasteros.

Varios bailarines se han unido a Peeping Tom en este proyecto. La contorsionista holandesa Sabine Molenaar hace gala de su flexibilidad junto a la bailarina de Flandes Marie Gyselbrecht. El bailarín inglés Jos Baker y los coreanos Seoljin Kim y Hun-Mok Jung completan un arco iris de danza que llega hasta el límite de las más variadas propuestas. La mezzosoprano Eurudike De Beul aporta su voz. Chartier recalcó que la obra se adentra en un periodo vital en el que la realidad se abre con sus múltiples posibilidades. Los jóvenes ven la vida ante sí y afloran las dudas y los temores. "Aparece en la obra ese miedo de la vida, de la crisis… Ese planteamiento de qué van a hacer", indicó el coreógrafo. "Son jóvenes que sueñan. Tienen la vida delante de ellos. Por ello la música es una mezcla de realidad y sueños", añadió Chartier.

La nueva obra de Peeping Tom supone un corte radical en su trayectoria. La apuesta por el individuo de 32 rue Vandenbranden contrasta con su trilogía de obras (Le Jardin, Le Salon y Le Sous Sol), con la que Peeping Tom obtuvo varios premios. La trilogía, que fue representada en más de 350 ocasiones por todo el mundo, unía a cuatro generaciones en el escenario para contar la ruina de una familia de la aristocracia. De lo familiar se ha pasado, así, a lo individual. 32 rue Vandenbranden disecciona por ese camino las fuerzas interiores que determinan muchas decisiones del ser humano.

 

Santiago Belausteguigoitia / El País / 11.12.09

CADA PALABRA SABE ALGO SOBRE EL CÍRCULO VICIOSO

 

Discurso Premio Nobel de Literatura 2009

7 diciembre de 2009

 

Herta Müller

 

Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso

 

¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma.

 

La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.

Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.

Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.

La primera vez me insultó de pie y se marchó.

La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.

La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que…, y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.

 

Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.

Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.

Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.

 

Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.

En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.

 

Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:

A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.

A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.

En el centro, los pañuelos de niño, para mí.

Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.

Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.

A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.

 

Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?

Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?

Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.

Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.

Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:

 

Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central

 

Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.

 

Con un pañuelo termina también otra historia:

El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.

Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.

Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.

Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.

Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.

Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.

 

Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:

 

Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice

 

El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.

Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.

Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.

Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.

Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:

 

Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.

 

Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?

 

Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.

 

Traducido por Juan José del Solar Bardelli