Cuenta usted que, siendo niño, ya se le impuso la visión de una Europa posible e imposible al mismo tiempo. Como diría Borges, a usted se le dibuja Europa en el rostro.
Europa es extremadamente diferenciada; es obvio que entre los Países Bajos y Sicilia hay enormes diferencias, pero hay un contexto común, una cierta conciencia irónica. Hace años escribí un elogio del copiar, a partir de una anécdota protagonizada por un profesor de Milán que obligó a los chicos a escribir cientos de veces que no iban a copiar. Un amigo mío americano me hizo notar que si hubiera escrito ese elogio en Estados Unidos, me habrían acusado de ser poco serio, y me habría arruinado. Esta civilización europea te enseña al mismo tiempo a amar y a reírte de lo que amas, y a seguir amándolo. Éste es un hecho fundamental. En Europa a lo mejor hay mayor correspondencia entre lo aprendido en la literatura y la vida cotidiana. En Inglaterra, donde siempre hubo una tradición de humor, participé hace años en un congreso de crítica literaria, y ahí surgió el problema de la identidad y el yo. Cité a san Agustín y sus problemas con el yo accidental, que yo definí como psicológico. Y me llegó una larga carta de la persona que hacía las actas en la que me pedía que explicara mejor el uso de la palabra psicológico. Esto nunca hubiera pasado en España, porque habrían entendido que no me refería al yo del momento, que puede estar triste y alegre; lo tuve que explicar. Y eso no tiene que ver con la inteligencia de las personas, sino con un tipo de cultura. Es como cuando te piden que expliques un chiste: se convierte en un desastre.
Cita usted una frase de Novalis sobre la utopía… "¿Adónde os vais? Siempre a casa". ¿La utopía se puede cumplir en Europa?
El discurso de la utopía es muy complejo. Cuando escribía esas cosas existía la otra Europa, la que estaba excluida por el dominio soviético o por el desprecio occidental hacia el comunismo, que consideraba de segunda clase esa parte del mundo. Cuando fracasan las grandes utopías, aquellas que tienen una visión del mundo, siempre se produce una gran crisis. Creo que esta crisis será liberadora porque ninguna utopía es verdadera cuando pretende tener la receta para crear el paraíso en la tierra. Con el comunismo se ha visto que no era cierto que podía haber un mundo perfecto… Pero eso no significa que no debamos renunciar a esa utopía tan europea, liberal y democrática, de empujar para cambiarlo. El mundo tiene que ser de verdad mejorado, cambiado, sin pretender por ello que alguien tenga la llave mágica para producir esa evolución hacia la ansiedad que marca la utopía. Si hay una actitud opuesta a la mía es aquella que mantenían muchos revolucionarios extremistas que hace 40 años creían que la revolución iba a crear un mundo perfecto, y vieron que eso no ocurrió y se convirtieron en seres completamente reaccionarios. Uno de los días más hermosos de mi vida fue cuando Toni Negri, que había sido uno de esos revolucionarios, declaró su solidaridad con Berlusconi, por ser ambos perseguidos por la Magistratura. Fue el 5 de mayo de 2003. Lo sentí como un físico teórico que ve su principio confirmado.
¿Y cómo ve ahora la posible utopía europea?
Soy muy pesimista a medio plazo y sigo creyendo que será muy difícil llegar a una verdadera cohesión. Será necesario renunciar al principio de unanimidad porque la democracia no es unanimidad, la democracia se decide por mayoría. Sólo el totalitarismo o el fascismo suponen que todos están de acuerdo. Habrá que potenciar las autonomías, en un sentido concreto, técnico. Desafortunadamente, Europa, tras haber sido amenazada por los totalitarismos, está ahora amenazada por los particularismos. Es una postura cerrada porque se ven sólo los intereses de una pertenencia étnica. Hay que salvaguardar el particularismo. Pero no a costa de enfrentarlo. Por ejemplo, ¿por qué defender el bable frente al castellano? Se lo ofende convirtiéndolo en una bandera ideológica. Yo siempre hablo en dialecto en Trieste, y lo hago de manera espontánea, no ideológica, y no lo contrapongo al italiano. Hay un delirio de la fragmentación ahora. En Italia hubo una propuesta de sustituir el himno nacional por los himnos locales. Y pensé que entonces el presidente del Consejo de Trieste sería acogido con el himno de los borrachos, "Ancora un litro de cuel bon…" [Un litro más de vino bueno…]. Esto es un veneno, porque es una manera salvaje de rechazar al otro. ¡Y si el otro empieza en la periferia de Trieste, qué no ocurrirá entre Francia, Italia o España! ¡Imagínate si a esa lista sumamos Irán!
Juan Cruz entrevista a Claudio Magris / Fragmento / El País / 20.02.2010