INVISIBLE

 

Le estreché la mano por primera vez en la primavera de1967. Por entonces yo era un estudiante de segundo curso en Columbia, un muchacho sin formar con ansia de libros y la creencia (o ilusión) de que algún día tendría las suficientes cualidades para considerarme poeta, y como leía poemas, ya conocía a su tocayo del infierno de Dante, un muerto que iba arrastrando los pies por los últimos versos del canto veintiocho del Inferno. Bertran de Born, el poeta provenzal del siglo XII, que llevaba cogida del pelo su cabeza cortada, haciéndola oscilar de un lado a otro como un farol: sin duda una de las imágenes más grotescas de ese extenso catálogo de alucinaciones y tormentos. Dante era un defensor incondicional de los escritos de De Born, pero lo redujo a la condenación eterna por haber aconsejado al príncipe Enrique que se rebelara contra su padre, el rey Enrique II, y como el poeta originó la división entre padre e hijo convirtiéndolos en enemigos, el ingenioso castigo de Dante fue dividirlo a él mismo. De ahí el cuerpo decapitado que va gimiendo por el inframundo, preguntando al viajero florentino si puede haber dolor más terrible que el suyo.

Cuando se presentó como Rudolf Born, inmediatamente pensé en el poeta. ¿Algún parentesco con Bertran?, le pregunté.

Ah, contestó, esa desventurada criatura que perdió la cabeza. Quizá, pero me temo que no parece probable. No tengo el de. Para eso hay que poseer un título de nobleza, y la triste verdad es que soy de todo menos noble. No recuerdo en absoluto por qué me encontraba allí. Alguien debió invitarme, pero hace mucho que se me fue de la memoria quién pudo ser. Ni siquiera me acuerdo de dónde se celebraba la fiesta –en el norte o en el centro de la ciudad, en un apartamento o en un loft– ni de mis motivos para aceptar la invitación en primer lugar, porque por aquella época tendía a evitar las grandes congregaciones de gente, harto del barullo de la multitud que habla mucho y dice poco, azorado por la timidez que me sobrevenía en presencia de personas desconocidas. Pero aquella noche, inexplicablemente, dije que sí, y acompañé a mi olvidado amigo adondequiera que me llevase.

Lo que recuerdo es lo siguiente: en cierto momento de la velada, me encontré solo en un rincón de la estancia. Estaba fumando un cigarrillo mientras observaba a la gente, docenas y docenas de jóvenes cuerpos apiñados en los confines de aquel espacio, oyendo la estruendosa mezcla de palabras y risas, preguntándome qué demonios hacía allí y pensando que tal vez era hora de marcharme. Había un cenicero sobre un radiador a mi izquierda, y al volverme para apagar el pitillo vi que, sujeto en la palma de la mano de un desconocido, el receptáculo lleno de colillas se elevaba hacia mí. Sin que lo hubiera advertido, dos personas acababan de sentarse en el radiador, un hombre y una mujer, ambos mayores que yo, y sin duda con más años que ninguno de los que se encontraban en la habitación: él, alrededor de los treinta y cinco; ella, veintinueve o treinta.

 

Paul Auster / Invisible / Anagrama, 2010