CARLOS BARRAL : MEMORIAS

 

Hablábamos  de vez en cuando de política. La guerra mundial estaba ya decidida y todo indicaba que íbamos a entrar en una era en la que la libre opinión dejaría de ser clandestina. Antonio, inquebrantablemente fiel a una tradición monárquica familiar, era maurrasiano y nos prometía una inminente restauración juanista, pórtico de un porvenir liberal y europeizante. Yo, no sé por qué, ya vagamente republicano federal, interpretaba sus nostalgias alfonsinas (él pensaría en secreto en una carrera cortesana con probable revalidación de un título) en imágenes de manual de historia relativas al rey Amadeo; recordando las ensoñaciones políticas de Antonio veo aún al Saboya con el bicornio en la mano, en ademán de frío saludo. Román, cúan sabio, qué exacta premonición de futuro político profesional, desconfiaba radicalmente del porvenir y auguraba al país un progresivo envilecimiento. Unas y otras, opiniones muy flacas y asentadas en muy pocos datos. Hablar de política era sobre todo remontarse a generalidades históricas, un tema que tienta mucho a esa edad, y defender las banderas de las civilizaciones con las que cada uno simpatizaba. Antonio y yo éramos furiosamente profranceses y anglófobos, pero en mí apuntaba una subsidiaria debilidad por el mundo germánico. Román era pro-anglosajón sin indulgencia para los continentales.

Es curioso, de pronto, darse cuenta de la cantidad de energía mental y de derrochada pasión que se invierten en estos vicios, tributarios, como los fanatismos de cualquier tipo, de las limitaciones de información o, mejor dicho de la exclusiva incidencia de una información limitada a un área de posibilidades. Generalmente esos furores histórico-geográficos están casi únicamente determinados por la identidad de las lenguas a las que cada cual tiene acceso. Y lo grave es que suelen constituirse en deformaciones permanentes por más que una cultura más universal las disimule.

En casa de Senillosa se bebía –coñac con sifón, una de las más lamentables constantes de los años cuarenta- y por aquellos meses yo estrenaba pipa: estaban echados los cimientos de ma vie de garçon. Me hubiera hecho falta la primera amante. Porque mi intimidad con la linda relojera de La Puerta del Ángel no podía pasar de los prólogos. Era una muchacha enormemente consciente, con ideas muy claras sobre la oportunidad de las caricias y sobre los límites de la inocencia. Tan claras que, a menudo, su aparente frialdad me desconcertaba. Practicaba el petting con las reservas de universitaria norteamericana. Por otra parte la ciudad resultaba muy poco hospitalaria para adolescentes calenturientos.

Habíamos descubierto, recuerdo, unos jardines particulares, de exposición de un jardinero, en la parte alta de la Diagonal, que quedaban abiertos al oscurecer, abiertos y solitarios, y en los que había un banco. En la parte alta de la Diagonal, a varios kilómetros de la zona de nuestros encuentros. Caminábamos mucho. Y debíamos hablar mucho, pero no recuerdo en absoluto de qué. Guardo la impresión de que estaba llena de sentido común y de sabiduría popular, pero si era así no me explico cómo me soportaba. O quizá esa impresión es sólo actual  y se desprende del vago recuerdo de su aspecto físico, de su planta de buena moza. Era algo mayor que yo, castaña, venúsica, prematronal.

El resto de las tentaciones sentimentales se producían dentro de los rígidos límites del sistema convencional de costumbres. Así mis devaneos con una tal Nuria G., que consistían principalmente en acompañarla a comprar medias con increíble frecuencia. Nuria tenía una cabeza muy bella y tengo la sensación de que era inteligente. Nuestro incipiente afecto quebró una noche en que me vio arrojar desde la ventanilla del taxi en el que la había acompañado, dos rosas que minutos antes conseguí que me regalase, desprendiéndolas del escote. Con ella descubrí el encanto de las tabernas de aquel barrio de Gracia, que debía haber sido el Montparnasse de Barcelona.

Recuerdo haberme hecho servir en alguna de aquellas tabernas (¿o no era con ella?) champán dulce y barato para deshojar en la copa una rosa amarilla. Pero lo principal eran las muchachitas anodinas con las que salía una o dos tardes a raíz de los encuentros en los guateques rituales. No, la única que podía haber completado el atrezzo de joven intelectual maldito era la relojera.

Las fiebres de la avanzada adolescencia habían desdibujado también mis relaciones con Calafell, las habían envenenado con los horrores de la vida de colonia veraniega. De ese verano último del bachillerato, el que siguió al examen de Estado con el que entonces terminaban los estudios secundarios, recuerdo dos experiencias radicalmente contradictorias: la ilusionada posesión de mi primer barco y la asidua frecuentación de los estivantes, chicos y chicas, constituídos en fratría con nombre y con insignias, como los fans de un equipo de fútbol.

Por la tardes, los adolescentes nos reuníamos en el patio del mejor hotel –una casa de estilo exposición universal de Sevilla, que albergaba cada año a los mismos huéspedes- en el que se bailaba de día y que servía algunas noches de cine al aire libre. Era un inmenso jardín de cemento, con un templecillo al fondo para la orquesta de los días festivos y una galería corrida de palquitos de madera todo alrededor. A ambos lados del templete habían levantado sus tiendas las fratrías juveniles. A la izquierda los “Piratas”, que eran los de más de dieciocho años, enarbolaban bandera negra y se protegían con cortinas de la curiosidad de los excluidos. A la derecha, nosotros, los “Topolinos”, menores y desgraciados, sin bandera y sin cortina. Es curioso, además de más jóvenes éramos también más pobres. Los retoños de las familias dominante eran mayores y piratas. 

Y tengo la impresión de que todas las muchachas realmente codiciables eran también mayores y piratas. Sería por eso que los topolinos machos lo éramos sin convicción; era cosa de las chicas. Nosotros bailábamos muy poco, por obligación casi, en las fiestas y veladas, teníamos desatendidas a las muchachitas y jugábamos a hacernos hombres en un rincón, jugando al póker y bebiendo coñac con sifón. Yo bebía más que jugaba; mis caudales personales eran insuficientes y la verdad es que el juego me ha aburrido siempre. En cambio los piratas ponían discos y se amaban a ritmo de fox. Me daban cierta envidia y miraba de reojo a sus muchachas.

 

Carlos Barral / Memorias / Alianza Editorial, 1975