PORQUE PARECE MENTIRA LA VERDAD NUNCA SE SABE

 

Durante años, Daniel Sada (1953) fue uno de los escritores de culto más venerados en la literatura mexicana. Su momento de mayor visibilidad se produjo en 1999, cuando la editorial Tusquets tomó el riesgo de publicar una novela de casi setecientas páginas, barroca, repleta de retruécanos y localismos, de este escritor nacido en Mexicali, Baja California, frontera con Estados Unidos. Por ese entonces, pese a sus nueve libros editados y al Premio Xavier Villaurrutia por su volumen de cuentos Registro de causantes (1992), seguía siendo el tesoro mejor guardado de la literatura mexicana. De inmediato, la crítica y escritores como Juan Villoro, Álvaro Mutis y Carlos Fuentes celebraron la publicación de lo que en su momento llamaron "la gran novela mexicana". No exageraban: Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999) combina un inimitable registro de frontera con giros en los que parece reverberar todo el Siglo de Oro español. Capaz de escribir novelas en octosílabos y alejandrinos, cultor deliberado del humor picaresco, Sada acaba de obtener el Premio Herralde 2008 por su novela Casi nunca , que reinventa paisajes y anécdotas de la zona en la que creció -Sacramento- o, más claramente, recupera el territorio de la infancia. El libro entreteje con un sesgo tragicómico la relación amorosa entre un hombre indeciso y dos mujeres, asunto que ya había abordado magistralmente en Una de dos (1994). En el living de su casa del barrio de la Condesa, en Ciudad de México, el escritor se distingue por su amabilidad y por sus pausas al hablar.  

 

-¿Cuál es la relación entre las lecturas de la infancia y juventud con su vocación literaria?  

-Bueno, empecé a escribir ficción cuando aprendí a leer. Tengo relatos y poemas de mis siete u ocho años que conserva mi mamá -dice y sonríe-. Después dejé y seguí leyendo. Debo decir que toda mi infancia y juventud viví en un pueblo, Sacramento. Allí aprendí a leer y escribir. Había una sola biblioteca, la de mi maestra primaria, a la que yo tenía acceso, y que contenía solamente clásicos: Dante, Homero, Ovidio, Terencio, Virgilio, Marcial, algunos poetas provenzales, algo del Siglo de Oro, en realidad cosas muy sofisticadas para un pequeño pueblo. También el Quijote , y la picaresca española de Guzmán de Alfarache.

-Cervantes y la picaresca española se reflejan en su obra novelística. -Sí, muy claramente. Pero también, por otra parte, había leído el Poema del Mío Cid y La Araucana , del duque de Ercilla, entonces yo quería escribir con métrica. De hecho, en mi novela Albedrío (1988) dominan los octosílabos. Alguna vez un amigo me propuso que dispusiera toda la novela en verso.

-¿De haberlo hecho, cuál habría sido su modelo? -La Divina Comedia para mí es un modelo. Yo quería escribir así. En realidad, quería escribir historias dentro de poemas, encontrar una forma que contuviera las dos cosas. Todo ese tiempo, hasta los veinte años, estuve leyendo literatura clásica. Por eso, cuando llegué a Ciudad de México a los veinte años, de un pueblo de mil habitantes a una ciudad de millones, mi adaptación fue muy difícil. Porque yo no conocía escritores contemporáneos, ni modernos, ni siquiera escritores del siglo XIX. Entonces me hablaban de José Agustín, del nouveau roman, de cosas que desconocía. En esa época yo no conocía ni a Proust ni a Kafka. La ciudad fue para mí una sacudida tremenda. Empecé a leer todo el siglo XIX. No tenía interlocutores. Nadie hablaba de la Ilíada, ni de las Metamorfosis de Ovidio, ni del Kalevala, que es un libro escandinavo mítico. Viví un segundo período de iniciación literaria, y en retroceso. Leí todo Proust, Joyce. Pero nunca me pude despojar del bagaje clásico. No me considero un autor moderno ni posmoderno, ni un autor que tenga que ver con vanguardias o modas, con eventualidades literarias, digamos.

-Sin embargo, algunos asociaron su modo de escribir con una escritura de vanguardia. -Pues sí, muchos lo han tomado así. Pero yo considero que no estoy descubriendo ningún hilo negro, ni el agua tibia. Yo podría ordenar muchas de mis novelas y cuentos en verso, y en este gesto no hay ninguna radicalidad. El interrogante es: si lo hubiera hecho, ¿quién me lo habría publicado? La métrica, a la vez, ha dificultado un poco la traducción.

-Quizás esa confusión provenga de que no hay en México, con alguna excepción, una tradición fuerte de novela que experimente con el lenguaje. -Desgraciadamente, no la hay. En México estamos encerrados en un realismo a ultranza. También hay pocos ejemplos de literatura fantástica. Son muy aislados. No hay ninguna tradición de este tipo, como sí la hay en la Argentina, que es el único país con tradición de literatura fantástica en Latinoamérica. Aquí hay un realismo craso que viene de dos vertientes. Por una parte, el naturalismo francés, que fue la primera escuela que se tradujo al español y la primera que se introdujo en América latina. En el siglo XIX el idioma más importante era el francés, no había un sistema de traducciones como el que hay ahora, por lo cual muchos escritores debían estudiar francés para leer, por ejemplo, a los rusos. Y por otra parte, después, entra la literatura de Estados Unidos. En México ha habido, al menos como yo lo vislumbro, muchos imitadores. No hay tanta originalidad. Curiosamente las mejores novelas mexicanas de todos los tiempos se apartan del realismo.

-¿Cuales serían esas novelas? -Bueno, está Farabeuf, de Salvador Elizondo; Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Noticias del imperio, de Fernando del Passo? Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro; La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo. Son escritores atípicos, no pertenecen a ninguna escuela. También hay una novela maravillosa, El libro vacío, de una mujer llamada Josefina Vincens. En fin, voces muy diferentes en la uniformidad de la literatura mexicana. Hoy en día hay escritores que saben ordenar y organizar muy bien una novela, son episódicos, con personajes muy bien delineados, con trama, son muy hábiles en eso, pero no hay un plus. Y hay otro punto que condiciona la producción literaria: la instalación, y luego la introducción, de grupos editoriales españoles. Muchos escritores se creen obligados a vender. Al menos ésa es la consigna que dicta el mercado. Y no creo que el escritor se deba dejar ganar la batalla.

-Lo ve como una apuesta a largo plazo… -Sí. Confieso que Porque parece mentira yo ya la iba a tirar. Nadie me la quería publicar. Hasta que Aurelio Major en Tusquets se animó, aunque dijo que no sabía cuánto iba a vender. Y ya lleva cuatro ediciones. Es un caso similar al de Elmer Mendoza. También fue una apuesta. Su lenguaje es muy localista, de un barrio de Culiacán, Sinaloa? Su primera novela, El asesino solitario, también lleva cuatro ediciones. Yo creo que en la historia las grandes novelas que han dejado huella se siguen leyendo, son long sellers, goteros, novelas atípicas. Esto sucede en la literatura de cualquier país.

-¿Por qué en las novelas posteriores se volcó hacia la temática urbana? -Cuando terminé Porque parece mentira, pensé que ya no podía hablar sobre el Norte, quería una renovación. Ya vivía hacía mucho en Ciudad de México. Cuando llegué aquí me vi obligado a inventarme una historia. Creo que el personaje urbano, a diferencia del personaje del desierto, tiene una gama de necesidades. En la ciudad veo que la literatura amorosa se ambienta de otra manera. Porque las pasiones se dan de otro modo. Pero con la temática urbana, de hecho, la esencia de mi escritura no cambió. Solamente el procedimiento, no la espiritualidad que hay en los asuntos: el problema de la identidad. Hay una mezcla de candor y malicia, un fenómeno ominoso (risas).

-Por lo que dice, los personajes del desierto parecen vivir exclusivamente en presente. -La gente del desierto, que no está acostumbrada al roce social, si pasa muchos años sola, sin hablar con nadie, no vive un problema existencial. No hay dilema ni, como diría Joseph Addison, necesidad. El problema de adaptación choca contra el problema de la identidad. Toda la literatura que escribí antes es de provincias. Ni siquiera es de ciudades medias. Transcurre en pueblos de dos mil o tres mil habitantes y mis personajes miran las cosas como si las vieran por primera vez. Viven sus circunstancias, a expensas del paisaje, en un presente sin memoria. No viven de la nostalgia ni están supeditados a recuerdos.

-En Casi nunca retoma eso que usted llama literatura de provincias, alejado de la temática urbana. -Sí, con esta novela vuelvo a mis temas habituales, pero no pienso instalarme en este territorio, aun cuando me sienta mucho más cómodo. Todavía tengo proyectos literarios radicalmente distintos. El Premio Herralde significa un respiro en el camino.

-¿Cuál fue el origen de Casi nunca y cómo concibió el desarrollo del dilema amoroso? –Es una historia que me venía dando vueltas en la cabeza desde hace veinticinco años. No me atrevía a contarla porque aún viven algunos personajes que aparecen en el libro. De todos modos no he sido fiel a esa realidad añeja. Los ingredientes ficticios pesan más que los reales. Todo el trasunto de perversión desaforada es una invención meramente personal, al igual que el desenlace de la historia. Creo que este contrapunto anecdótico resultó un añadido sugestivo.

-El humor es clave en sus personajes. -Sí, siento que en mi prosa el humor me amplifica la percepción. Si yo no tuviera humor, mi percepción sería muy corta. Si no hay una visualización algo grotesca de las cosas, no puedo dimensionar nada.

-Quizás sin percibirlo usted haya hecho un retrato subjetivo del norte de México… -Pues tal vez. No soy muy consciente de todo lo que hago, ni me he puesto horas a reflexionar en qué consiste mi literatura o hacia dónde voy a dirigirme. Me dejo guiar por la intuición. Es un consejo que recibí de Rulfo cuando yo era muy joven. "Confíe en su intuición y en su imaginación", me dijo. De hecho una vez, de joven, en un momento dado yo quise aprender técnicas de novela, y fui a comprar libros teóricos. Y Rulfo me dijo: "Devuelva esos libros, mire, esas estructuras y técnicas novelísticas sirven para gente que no tiene imaginación, ni intenciones ni emoción. Confíe en su intuición y las técnicas van a salir sin que se dé cuenta. No se preocupe por la mecánica de la escritura. Es una cosa mucho más espontánea y sincera". Esas cosas de Rulfo me sirvieron mucho.

 

Oliverio Coelho entrevista a Daniel Sada / La Nación / 15.11.08