EL YO MÁS DESVERGONZADO

El yo con todas sus
consecuencias. Desnudo, encubierto, vestido, travestido. El yo, ese tobogán por
el que los creadores se han deslizado a ciegas desde los griegos, entre la
filosofía y la literatura, entre memorias, desmemorias, biografías y posmoderna
autoficción… El yo, ese temazo, ha sido desgranado durante tres días a fondo
en las Conversaciones de Formentor, bajo el título Máscaras del yo, a lo largo de una reunión que
ha congregado a más de 40 creadores, editores, escritores y pensadores para
radiografiarse por dentro a sí mismos y sus circunstancias.

"No
es posible la autobiografía, no es creíble. Miente"
, sostenía ayer Hans Magnus Ezensberger. ¿Quién pone los límites de la
honestidad? ¿Quién no maquilla la realidad? ¿A qué somos fieles? Ni Esther
Tusquets, autora de tres volúmenes de memorias, confía en el género: "A mí
no me gusta. Cuando las escribo me freno, me autocensuro. En cambio, en la
ficción, cuando describo algo propio soy mucho más salvaje".

"¿Cuánto de
nosotros se esconde entre líneas?", preguntaba Carmen Riera. Prácticamente
todo. Aunque lo mismo da, podría responderle Vicente Verdú, autor de No
ficción.
Para él, ese yo abusivo y abrasivo "es la tabarra fundamental
de todos nosotros". Pero aun así, la indagación personal sigue siendo el
quid de la mayoría de las cuestiones. De la identidad, de la diversidad, de la
esencia, de la muerte. Cuidado. "Puede ser una ictericia, una enfermedad
mortal que concluya con el suicidio", zanjaba Verdú.

Pero convendría que
el yo no cegara tanto la escritura de algunos creadores en estos tiempos
confusos de blogs, facebooks y diversas milongas. No hay vidas tan
interesantes, no existen cotidianidades, ni pesadillas, ni pajas mentales o no
tan fascinantes como para ser contadas a no ser que uno esté poseído por el don
de la fuerza narrativa. Lo bueno del yo es cuando parte de algo propio para
llegar a zonas y verdades -un término que los participantes han puesto en la
UVI, el de la verdad- universales. Como demostró Montaigne, apenas citado y
fundador de una autoficción todavía moderna. Padre o abuelo de lo que Agustín
Fernández Mallo cree hoy: que toda literatura es una propia ficción. Como los
libertinos ultrabarrocos del siglo XVIII, una de las épocas grandes en cuanto a
cultivadores del yo en la historia, olvidados estos días. Como hicieron Voltaire, Casanova, Lorenzo da Ponte o el
marqués de Sade.

Ese yo miope que
cree el ombliguismo un rompedor invento de la posmodernidad puede
cegarnos y confundirnos más. Convertir los egos revueltos, esos que Juan
Cruz ha desmenuzado en su autobiografía literaria resultado de su profundo e
íntimo conocimiento de cientos de autores, en egos fritos. De ellos, de
esos aventureros cosmopolitas, curiosos y viajeros en los tiempos de las luces
no ha habido rastro. Aunque sí de la descarnada y desesperada impudicia
romántica que los sucedió en el XIX y que Rafael Argullol -presente estos días
en Formentor- retrató tan magistralmente en La atracción del abismo.

Habría que recuperar
cierta vergüenza del yo, cierto pudor, cierta medida, quizás. Cierta distancia,
una prudencia. El yo es bueno en tanto enseñe, en tanto resulte de provecho al
paciente lector dispuesto a adentrarse hasta en la línea medio pornográfica que
marcan maestros contemporáneos del asunto como Michel Houellebecq o el enorme
Philip Roth.

Tampoco llegar a la
"mala conciencia", que según José Carlos Llop nos ha producido
siempre a los españoles la literatura autobiográfica. Aunque algunos ejemplos
descarnados como los de Jesús Pardo y sus memorias han marcado época. Ni a la
tara anglosajona que denunciaba Chris Stewart, convencido de que su falta de
reparo a hablar de sí mismo en sus libros saltó como una liebre cuando se
trasladó a las Alpujarras. "Entre ustedes he aprendido a hablar de mí
mismo. En casa, mis padres, fueron muy castrantes, decían que uno no debía
nunca hablar de sí mismo".

Cómo no hacerlo,
cómo renunciar al yo, si Ernst Junger, indicaba
Llop, creía que "
el deber de un autor es fundar una tierra natal,
espiritual". Marcar el terreno, en fin, como los perros o como los magos
de Macondo. Exorcizar las penas. Igual que ha hecho Héctor Abad Faciolince,
hijo pródigo en España estos días. A su regreso después de 10 años ha
encontrado un creciente éxito de libros suyos como El olvido que seremos.
En esa memoria, el autor de Medellín contaba la vida y la muerte de su padre
para reflejar ni más ni menos que a Colombia. Todo un yo ejemplar y fructífero
nacido de la falsedad que le rodeó en la tragedia. "No
sé si hay verdad. Lo que estoy seguro es de que existe la mentira y contra eso,
para combatir esas mentiras, es por lo que uno puede escribir determinados
libros".

La mentira planea,
acecha, amenaza, pero también marca la rebeldía del creador. La necesita y la
combate. Por eso el nicaragüense Sergio Ramírez ha contado para qué escribió
una memoria propia de los tiempos del sandinismo y el también colombiano Juan
Gabriel Vásquez desconfía de las abstracciones. "Todos mis libros parten
de un hecho autobiográfico del que luego nace una historia", asegura el
autor de Los informantes. De ahí que Vásquez admire a Sebald cuando
afirmaba que "la memoria es el espinazo moral de la literatura".

Y su cruz. Su
espejo. Su espada. Su condena. Porque, ¿qué tipo de inconsciencia nos lleva a
asegurar enemistades por ser reveladas en un papel? ¿A santo de qué? Quizás lo
que defina a un escritor es precisamente estar dispuesto a pagar ese precio por
el gusto de penetrar en ciertas verdades a costa de historias robadas,
secuestradas, sin rescate.

De ahí que muchos
estén dispuestos a pagar el precio de su desvergüenza en los comentarios que
les atacan en los blogs, todo un género, un campo de pruebas, un
territorio de experimentación en esa nueva búsqueda del yo. Así lo sostienen el
poeta Biel Mesquida, que destapó todo un sentimiento sadomasoquista del blog,
o el argentino Patricio Pron, celebrado autor de El comienzo de la
primavera,
pertinaz en sus diferencias entre información y conocimiento, o
la mallorquina Llucia Ramis, autora de Egosurfing, y el propio Fernández
Mallo con su trilogía fundada en Nocilla experience.

Un mundo, el del
ciberespacio, que ya no surcarán dos maestros a los que Formentor quiso rendir
homenaje estos días: Miguel Delibes y José Saramago. En su inmenso y frágil yo
creador, siempre buscarán luz y reflejo todos sus huérfanos lectores.

 

Jesús
Ruiz Mantilla / El País / 13 de setiembre de 2010

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