UN ‘WESTERN’ DEL SENTIMIENTO

 

Hace unos meses llegaba, de puntillas, a las pantallas españolas Ping Pong mongol, una película de Hao Ning que funcionaba casi como un cuento de ciencia-ficción bajo camuflaje: las vastas estepas de Mongolia eran el paisaje de un planeta extraño, donde el eco de una lejana civilización -en forma de pelota de pimpón- inflamaba la imaginación de unos niños, a punto de familiarizarse con la idea de la infinitud del universo.

En La boda de Tuya, galardonada con el Oso de Oro en el Festival de Berlín, Wang Quan’an aporta a lo que podríamos llamar la cosmología de la estepa una suerte de teoría de la relatividad (sentimental): a pesar de su lejanía, de su aislamiento, esos habitantes de un planeta lejano están hechos de la misma madera que nosotros. En otras palabras: los movimientos de su corazón y los temblores de su alma hablan en un lenguaje universal, que bien podría ser el esperanto del desamparo, declinándose según el pragmatismo de la supervivencia y el feroz imperativo vital.

Tuya (una extraordinaria Yu Nan) es una campesina cuyo estado de salud la aboca a un divorcio -y posterior matrimonio de conveniencia- contemplado como estrategia de superviviente: necesita un nuevo esposo que le ayude en las labores cotidianas, pero no está dispuesta a renunciar a la convivencia con su marido inválido. En la película de Quan’an hay, por tanto, una subterránea comedia de costumbres que el contexto antropológico de la trama desarticula desde el principio para dar paso a otra cosa: un western sentimental -casi un Ford oriental y feminista-, con heroína dispuesta a llevar las riendas de una situación adversa contra todo obstáculo, y, sobre todo, un ejemplar ejercicio de cine humanista que no exilia ni la emoción, ni el humor, ni la épica cotidiana.

En La boda de Tuya no hay falsa poesía, ni digresiones esteticistas: todo está al servicio del relato, desde esa económica, elíptica y sensible escena de un intento de suicidio hasta el sutil crecimiento de un personaje secundario que excavará un pozo por amor, abriendo una esperanza de conclusión a un relato que, como la vida, no puede tener otra conclusión que la perpetua inestabilidad.

Jordi Costa / El País / 26/10/2007

 

Deja un comentario

No hay comentarios aún.

Comments RSS TrackBack Identifier URI

Deja un comentario